"El Ángel" de L. Ortega

El film nos traslada a Olivos, Provincia de Buenos Aires, en el año 1971. Un adolescente de pelo largo, rubio y enrulado camina por una calle soleada y desierta, entra en una lujosa propiedad, se sirve como en su casa, toma pertenencias que le son ajenas y baila en el living a son de La Joven Guardia.

En aquel entonces las políticas criminales que podían aplicarse para la prevención e investigación del delito se ajustaban a teorías criminológicas de principios de siglo XX. En la actualidad, casi 120 años después, estas teorías antropométricas quedaron desterradas aunque todavía viven en el imaginario popular que no escatima en prejuicios sociales.

Para el año 1971 esta concepción no había variado, la perfilación criminal, tal como la conocemos en la actualidad, era apenas un boceto en un anotador de un agente del FBI en Quantico. La realidad en Argentina era otra. Bajo un gobierno defacto la investigación de los delitos que supuestamente protagonizó C. R. Puch no implicaban el estudio psicosocial detenido y tampoco existía un trabajo minucioso de la escena del crimen.

Decimos supuestamente porque su condena está basada en una declaración que hizo a solas frente a un oficial de policía en una comisaría y este es el punto clave. La comisión de los delitos que detalló Puch implicaban necesariamente la producción de múltiples evidencias en el lugar del hecho, pero no fueron investigadas oportunamente. Aún con 60 años de vigencia del Sistema Dactiloscópico Argentino eran pocos los casos que se resolvían mediante el cotejo de ese tipo de rastros. Es por un descuido del propio Puch que llegan a detenerlo, en el bolsillo del pantalón de su última víctima encontraron su libreta de enrolamiento. Por esta declaración Carlos Robledo Puch, con 20 años de edad, fue condenado a cadena perpetua. La popularidad en los medios fue exponencial convirtiéndolo el homicida más famoso de la historia criminal argentina.

La manifestación artística de este caso llega a los cines en 2018 como El Ángel, un film dirigido por Luis Ortega, basándose en la investigación periodística de Rodolfo Palacios (El Ángel Negro, Editorial Sudamericana, 2017). El director nos cuenta en conferencia de prensa que entró en contacto con las cartas que el periodista intercambió con Puch desde su confinamiento, permitiéndole acercarse y reinterpretar las motivaciones del criminal. Además nos cuenta que tomó la decisión de suprimir los dos casos de violación seguido de muerte en los que habría participado Puch y que constan en la declaración a la policía, porque no era su interés representar algo tan aberrante en pantalla.
No obstante esta salvedad, los homicidios que se ven en la película no ahorran en realismo ni permanecen fuera de campo. Los efectos especiales utilizados en lo que respecta a los disparos de armas de fuego están ajustados a la realidad, como así también los estallidos de tejido hemático y masa encefálica. Una de los primeras escenas criminales es el robo a una armería donde el personaje principal se enamora a primera vista de un revólver Colt .32 con el que se acuesta a dormir en su cama plácidamente, mostrando un vínculo hipnótico entre el personaje y las armas.

El pop argentino de la época se hace presente en cada escena para contribuir a la construcción del ambiente. Lejos está el film de los claroscuros de un policial noir, por el contrario nos envuelve en una atmósfera cálida, marcada por una iluminación ajustada a la puesta de escena, que refleja sin artificios los primeros años de la década del 70 en cada uno de los escenarios. Cada espacio es aprovechado por el director que elige movimientos de cámara donde juega con espejos y reflejos para transmitir una dualidad de dimensiones que conviven en el protagonista. Una dualidad que no distingue entre lo correcto y lo incorrecto, lo real y la fantasía, la vida y la muerte, y que no debemos evadir para comprender la mente humana.

Autora: Micaela Garuzzo, Licenciada en Criminalística.
Agosto 2018, Buenos Aires, Argentina.

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